Hoy es de nuevo viernes, gracias a Dios; y la semana va llegando a su final y trayendo consigo nuevas reflexiones, de las cuales quiero compartir una.
Esta mañana, mientras me dirigía a mi lugar de trabajo, en el hoy famoso y muy criticado TransMilenio, tuve una nueva “choco aventura”. De repente, mientras que el bus articulado iba en movimiento, percibí “de reojo” que la misma masa de personas que una estación atrás no habían dejado un solo rincón para que alguien más se subiera, comenzaron a abrirse hasta quedar en el centro y con buen espacio una pequeña niña de unos 7 años quien, acompañada por una señora que asumo era su madre, venía envuelta en una bufanda que su acompañante le apretaba con fuerza en su boca, haciendo de ella algo así como “un tapón”. Finalmente, a pesar de los esfuerzos de la “acompañante tipo corcho”, el problema salió a la luz pública y, mientras que oía un sonido que me recordaba las caídas de agua en mis idas al río, ¡la pequeña se vomitó! o como alguien dijo una vez por ahí “se gomitó”. ¡Ah vaina! la niña se mareó con el vaivén del bus, y la bufanda apretada no impidió que fluyera aquel líquido ya conocido por todos y del cual no voy a hacer ninguna descripción.